ESPAÑA

LA INVENCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA (I)

Dentro de ese constructo ideológico que es el nacionalismo español, la historia ha sido el arma principal legitimadora del ideario nacionalista español. Mucho se ha escrito sobre el origen de la nación española como verdad y realidad intangible o como mito, y sobre si se trata en verdad de una nación unitaria o de un conjunto de distintas naciones con un Estado común.

Pero lo cierto es que, ateniéndonos a la Historia, podemos afirmar sin lugar a equivocarnos que la nación española, única e indivisible, no es sino una invención creada durante el liberalismo decimonónico (con una raigambre previa anclada en el absolutismo borbónico, como después veremos), momento en que se buscan argumentos para justificar la existencia de una nación española unitaria a lo largo de la Historia, una nación con la que pudieran identificarse todos los pueblos que componían la Corona española. Así, tenemos que el caso español no es una nación que buscara crear un Estado (algo que en cierta forma vemos en otros pueblos europeos, como el italiano o el alemán), sino un Estado que busca crear una nación, dado que el Estado español, la Corona española, preexiste a una nación española, que precisamente se inventa en ese momento, en base a una serie de criterios homogeneizadores basados en la lengua y cultura castellanas, que serán impuestas a todo el Estado. Así, el hecho de que España sea un Estado centralizado desde la llegada de los Borbones en el siglo XVIII, es el punto de anclaje que el liberalismo decimonónico emplea para crear una idea de nación española artificial, basándose indebidamente en el modelo jacobino francés. Poco importaba que gran parte de los habitantes del territorio español hablasen lenguas o tuviesen culturas distintas a la castellana, se trataba de crear españoles, empleando sobre todo la educación, el instrumento básico de cualquier nacionalismo.

Sin embargo, para entender el problema de la falsa construcción de la nación española unitaria, es preciso irse al principio, hasta el mismo concepto de la palabra “España”. Éste vocablo deriva directamente del nombre latino que dieron los romanos a la península ibérica, “Hispania”, el cual designaba un concepto geográfico que equivalía al territorio de dicha península (incluyendo, por supuesto, a Portugal, siempre tan olvidada por el nacionalismo español, para mejor acomodo de su relato).

Hispania nunca fue una unidad política, dado que previamente a la conquista romana se componía de diversas tribus y culturas (unas de cultura céltica e indoeuropea en el norte, centro y oeste; otras de cultura íbera en el sur y levante). Tampoco lo fue tras la conquista romana, dado que el territorio se vio dividido en tres provincias: Tarraconense, Betica y Lusitania, a las cuales se añadieron tres más en el Bajo Imperio: Gallaecia, Cartaginensis y Balearica.

Tras el final del Imperio romano y las invasiones germánicas, será el pueblo visigodo el que a finales del siglo VI logre establecer un dominio en la mayoría de la península. Pero en cambio, esto tampoco puede considerarse como el inicio de una España unida, primero porque el concepto de Estado no existía en esos momentos, y segundo porque el reino visigodo nunca fue capaz de abarcar definitivamente toda la península, ni siquiera tras expulsar a los bizantinos de levante y a los suevos del noroeste, con los vascones y cántabros desafiando constantemente el poder de la monarquía visigoda de Toledo.

De hecho, la veloz conquista por los musulmanes de toda Hispania entre 711 y 714 no hace sino poner de manifiesto la fragilidad de la “unidad” peninsular en manos visigodas.

A partir de entonces, pasamos a una nueva etapa, de dominio del Califato musulmán de Córdoba, que tampoco logra unificar toda la península, pues inmediatamente antes surgen los primeros reinos cristianos en el norte. Sin embargo, resulta curioso cómo el Califato musulmán nunca ha sido visto por parte del nacionalismo español como un nuevo tipo de unidad peninsular, dado que para dicho nacionalismo España era y debe seguir siendo cristiana y católica, rechazando la visión de unidad “nacional” con el islam, que sí proclaman en el caso del reino visigodo. Con esto, vemos que la interpretación que tiene el nacionalismo español de su propia historia se aleja de criterios científicos para adentrarse en los legendarios.

Entre los siglos VIII y XI, pues, nacen y se expanden los reinos cristianos del norte: el astur y luego de León, del cual nacerán Castilla, Galicia y Portugal; el de Navarra, del cual nacerá Aragón; y los condados catalanes. Estas son precisamente las proto-naciones peninsulares que compondrán los diferentes reinos como primitivas monarquías feudales, y que contarán, cada una de ellas, con una lengua, una legislación y una cultura propias. Serán, por tanto, las primitivas naciones que emergerán en el solar de la antigua Hispania y que preexisten a la creación artificial del Estado-nación español en el siglo XIX. Es precisamente en estos primitivos reinos, sobre todo en Asturias, cuando la historiografía española del XIX, buscadora de justificar un origen mítico, hace nacer la nación española, originaria del primitivo reino asturleonés (el mito de Pelayo y Covadonga), y posteriormente, de Castilla, la que falsamente será tomada posteriormente como modelo de todo “lo español”: lengua, cultura, e historia. Además se buscará hacer al reino astur descendiente de la destruida monarquía visigoda para buscar una legitimidad histórica, lo cual llevará a los posteriores historiadores a llamar al proceso de avance hacia el sur como “Reconquista”, término que resulta inexacto: dado que ni había España que recuperar, ni los “reconquistadores” pueden considerase sucesores de los visigodos, más que en su propagandístico intento de legitimidad previa.

Pero, y volviendo a la realidad histórica, lo cierto es que, tras el proceso histórico mal-llamado comúnmente “Reconquista”, que se desarrollará con la expansión de los reinos cristianos en el sur peninsular entre los siglos XI y XIII, tras la disolución Califato islámico cordobés (desde finales del XIII únicamente restará un pequeño reino musulmán en la península, Granada, conquistado finalmente en 1492), se van a consolidar finalmente una serie de Estados en la península:

-La Corona de Castilla, o de Castilla y de León: nacida de la unión dinástica en un mismo rey de las Coronas castellana y leonesa en 1230. Constaba de los siguientes reinos: reino de Castilla (que incluía el señorío de Vizcaya), reino de Toledo (que incluía la parte oriental de Extremadura), reino de León (que incluía el principado de Asturias y la parte occidental de Extremadura), y reino Galicia, así como los reinos andaluces (Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada –éste último incorporado, en 1492-). A esta Corona se adscribirán además los inmensos territorios conquistados en el siglo XVI en América. Todos estos reinos, aunque con sus instituciones propias, se irán centralizando poco a poco por decisión de los monarcas. En 1348, con Alfonso XI se crean los Ordenamientos de Alcalá, legislación unitaria para todos los reinos que van perdiendo poco a poco gran parte de su autonomía, irónicamente derivadas de la legislación leonesa, heredera de la visigoda, a su vez heredera de la romana. El castellano comenzará a imponerse sobre el resto de lenguas, como el asturleonés, el gallego, el euskera, o las lenguas mozárabes de los reinos andaluces. Las Cortes (originadas en el reino de León en 1188) de los distintos reinos comenzarán a reunirse de forma conjunta desde el siglo XIV, y se verán cada vez más limitadas frente al crecimiento del poder real, que avanza hacia la monarquía autoritaria.

-La Corona de Aragón, o catalano-aragonesa: nacida de la unión dinástica entre la reina de Aragón Petronila y el conde catalán Ramón Berenguer IV en 1150 (sus herederos serán desde entonces reyes de Aragón y condes de Barcelona al mismo tiempo). Tras su expansión a finales del siglo XIII contarán con: reino de Aragón, condado de Barcelona, reino de Valencia, y reino de Mallorca, además de las extrapeninsulares (italianas), incorporadas a esta Corona en los siglos XIV y XV: Cerdeña, Sicilia y Nápoles. La diferencia con la Corona de Castilla estribará en que tanto Aragón, como Cataluña, como Valencia, contarán con sus instituciones propias (Diputación del Común, Generalitat…) e incluso sus propias Cortes para cada uno de los territorios, aunque en ocasiones se reuniesen en conjunto. El gran poder político de estas Cortes e instituciones propias impidió el excesivo poder del rey, y el control de la imposición de impuestos. Así, contrariamente al modelo de la Corona de Castilla, estamos ante un modelo de poder pactista entre las instituciones y el poder real.

-El reino de Navarra: ocupaba un territorio a ambos lados de los Pirineos. La parte peninsular (baja Navarra) será incorporada por Fernando el Católico en 1512 a la Corona de Castilla, respetando sus fueros e instituciones propias.

-El reino de Portugal, independiente del reino de León desde 1126. Los Reyes Católicos no pudieron unirlo a su Corona por fracasar sus enlaces matrimoniales.

Hay que tener en cuenta, asimismo, que los conceptos de Corona de Castilla y Corona de Aragón son abreviaturas empleadas por los historiadores para evitar tener que mencionar toda la retahíla de reinos subsiguiente en manos de un mismo señor.

Así, vemos que aparecen entonces todas y cada una de las distintas nacionalidades que componen el Estado español en la actualidad. En cualquier caso, no existiendo un Estado español ni una nación española, sí que existía en la Edad Media una identidad para diferenciar a los habitantes peninsulares del resto (se habla de “españoles” o de “hispani”), pero en ningún caso esto implicaba contenido político. Y además, dicho concepto diferenciador provenía frecuentemente del gentilicio que otorgaban los reinos vecinos extrapeninsulares. Así, hoy en día seguimos empleando gentilicios derivados de conceptos geográficos, por ejemplo Sudamérica y sudamericano, o Europa y europeo, y no existe estado o nación sudamericano o europeo.

Tampoco es cierto el falso mito de la creación de la nación española con los Reyes Católicos. El matrimonio en 1469 entre la heredera al trono de la Corona de Castilla (Isabel), y el heredero al trono de la Corona de Aragón (Fernando), consolidó la unión dinástica entre los dos Estados más poderosos de la península. Sin embargo, esto en ningún caso conformó la creación de un único Estado ni de una nación española (ni se pretendió con el matrimonio de ambos), pues ambos solo eran reyes en sus respectivos reinos, como se vio claramente a la muerte de Isabel en 1504: la Corona de Castilla sería heredada por su hija Juana la Loca y Felipe el Hermoso, mientras Fernando tendría que volver a Aragón. De hecho, de haber tenido un nuevo hijo con Germana de Foix, Castilla y Aragón se habría visto nuevamente separadas.

Finalmente, desde 1516, Carlos I de Habsburgo, (hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso) heredará tanto la Corona de Castilla como la de Aragón (herencia de sus abuelos maternos, los Reyes Católicos), y pasó a ser soberano también en Flandes, Países Bajos y Borgoña (herencia de su padre Felipe el Hermoso), y de Austria (herencia de su abuelo paterno), además de su elección en 1519 como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, como Carlos V. Una gigantesca herencia de territorios peninsulares y extrapeninsulares. Tampoco nace entonces una España nacional, menos aún en manos de un rey que al llegar no hablaba castellano ni ningún otro idioma peninsular, y considerado tan extranjero (nacido y criado en Gante), que provocó dos sublevaciones en su contra por parte de sus súbditos hispánicos: las Comunidades, en los reinos de la Corona de Castilla, y Las Germanías, en los de Aragón, cuyo fracaso, además, consolidó el poder autoritario del monarca y el declive de las Cortes. Si exceptuamos sus últimos años y su retiro en Yuste, Carlos I apenas pasó 18 años de los 40 que duró su reinado en la península. Dados los problemas con las Cortes aragonesas para conseguir dinero, fue la Corona de Castilla la que costeó sus carísimas guerras contra los protestantes alemanes. Estas guerras, de hecho, nada tenían que ver con cuestiones de identidad nacional española (ni alemana), sino con los intereses de esa monarquía universal de los Habsburgo. Sin embargo, tras el fracaso de este proyecto de Imperio universal cristiano debido a la consumación de la división religiosa de Alemania (paz de Augsburgo, 1555), Carlos abdica el Imperio Germánico en su hermano Fernando, mientras su hijo Felipe II recibe el resto de su herencia, liderada por los reinos hispánicos.

Éste consigue añadir a sus posesiones la corona Portuguesa (1580), confirmando por primera vez en muchos siglos la unidad peninsular. No un Estado ni una nación, sino un mismo monarca para todos los reinos peninsulares, apuntalando la hegemonía de la Monarquía Hispánica en Europa con sus posesiones europeas.

De esta forma, la Monarquía Hispánica de Felipe II y sus sucesores Habsburgo se constituyó como una unión de distintas entidades políticas territoriales, no solo de la península ibérica, sino también de Europa (Países Bajos, Flandes, Borgoña y Franco Condado, Milán, Nápoles, Sicilia y Cerdeña) y fuera de Europa (conquistas americanas por la Corona de Castilla, Filipinas…), teniendo así un carácter supranacional, pero en la que no había unidad jurisdiccional, y por tanto, el monarca tenía que respetar las distintas leyes de sus respectivos territorios. La Monarquía Católica o Hispánica quedó fundamentada pues, en su carácter confesional, supranacional, y en la que la Corona de Castilla, como ubicación de la corte (Madrid) y facilidad de extraer impuestos ante unas Cortes doblegadas, fue el elemento central y primordial. Es decir, con esto no se buscaba la creación de una nación española, sino todo lo contrario: era una confederación de distintos territorios (y naciones) tanto peninsulares como algunas europeos, con un monarca común.

La denominación de todo este territorio simplemente como “Imperio español”, no deja de ser sino otra tergiversación del nacionalismo español. Los territorios “en los que no se ponía el sol” de Felipe II y sus sucesores no son sino los dominios territoriales personales de dichos monarcas. Los territorios eran del rey, por tanto se debe de hablar de un Imperio de los Habsburgo españoles. De la misma forma, los territorios americanos eran posesión personal del monarca, aunque adscritos a la Corona de Castilla (“rex hispanorum et indiarum”, rey de las Españas –en genitivo plural- y de las Indias).

El primer gran fracaso de un proyecto centralista español será el intento de Felipe IV y de su valido el conde-Duque de Olivares por uniformizar la estructura confederal de la monarquía y hacer que los territorios de la Corona de Aragón pagasen más impuestos para sostener sus ejércitos en guerra contra los protestantes en Europa (Guerra de los 30 años). Este proyecto fracasará estrepitosamente por la fuerte oposición de estos territorios, produciendo varios levantamientos territoriales en 1640, los más importantes, en Cataluña y en Portugal. En ambos casos, la sublevación no se hace para “separarse de España”, pues jurídicamente ésta no existía, sino para dejar de ser gobernados por Felipe IV de Habsburgo.

En el caso catalán, tras nombrar conde al rey Luis XIII de Francia y guerrear durante años contra Felipe IV, volverían a reintegrarse en la Monarquía Hispánica, cuando éste juró respetar sus fueros (1652), dándose cuenta los catalanes de que el centralismo francés era aún peor. Portugal en cambio verá reconocida su independencia definitivamente en 1668.

La paz europea de Westfalia (1648) y de los Pirineos entre Francia y España (1659) supondrá el fin de la hegemonía hispánica, en favor de la Francia absolutista de Luis XIV. Desde entonces, se van construyendo diversos Estados nacionales europeos. Así, el final del reinado de Felipe IV y el de Carlos II no verían más problemas territoriales, teniendo que respetar el sistema confederal de la Monarquía Hispánica, pero con unos Estados en plena crisis política, económica y social.

Así, como conclusión final de esta etapa, hay que destacar que los Habsburgo nunca se preocuparon por establecer un concepto de nación, ni por crear una nación española, sino que subordinaron los intereses de los distintos pueblos peninsulares a sus intereses dinásticos, anclados en la búsqueda de la hegemonía continental, proyecto que, como vemos, también terminó fracasando: ni se pudo conservar dicha hegemonía desde mediados del siglo XVII, ni se crearon las bases para una nación española posterior.

LA INVENCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA (Y II)

El siguiente intento de uniformizar definitivamente los distintos reinos y territorios de la monarquía va a ser la Guerra de Sucesión (1701-1714), esta vez, con éxito. La muerte sin hijos del último Habsburgo, Carlos II, que dejó en herencia sus reinos al nieto de Luis XIV de Francia, Felipe V, va a provocar una guerra europea por la no aceptación de diversas potencias europeas de la llegada de un Borbón al trono español, para evitar una unión con Francia. Vamos a asistir entonces a una guerra civil dentro de la propia Monarquía Hispánica, pues la Corona de Castilla, centralista, va a apoyar al Borbón Felipe V, mientras que la Corona de Aragón lo va a hacer al pretendiente al trono de los Habsburgo, Carlos, para evitar perder su sistema de gobierno autónomo. La victoria del primero en 1714 supondrá la instauración de la nueva monarquía Borbónica, y con ella una traslación del modelo centralista y absolutista francés al territorio español, de muy graves consecuencias para el futuro.

Este hecho es fundamental, pues hay que tener en cuenta que el desarrollo histórico de la monarquía francesa y de la española, su proceso formativo, es de índole opuesta. En el caso francés hablamos, desde la temprana Edad Media, de un solo rey y una serie de territorios y principados feudales, vasallos teóricos del mismo, que el monarca va sometiendo, hasta dar lugar en el Renacimiento a una monarquía fuertemente centralizada que da paso al modelo absolutista en el siglo XVII. Un solo rey para un solo reino, en suma.

En el caso español, tenemos una fragmentación peninsular producida por la invasión musulmana y desaparición del reino visigodo, que va a dar lugar a la formación de varios reinos cristianos con muchos monarcas, reinos que finalmente van a ir cayendo en manos de un mismo y único soberano. Pero nunca dejan de ser reinos, ni pierden su idioma, cultura e instituciones propias, como vimos en el caso de los Habsburgo. La nueva dinastía de los Borbones destruye este desarrollo plural de los distintos pueblos hispánicos para implantar, mediante los Decretos de Nueva Planta, el centralismo absolutista francés, reduciendo toda España a las leyes de la Corona de Castilla y a unas Cortes únicas (que prácticamente ya no se iban a convocar), perdiendo Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca sus fueros propios y cortando su desarrollo político futuro. Este será el origen remoto de los problemas territoriales que todavía vivimos hoy.

El tratado de Utrech (1713) hizo que el nuevo rey de España, Felipe V de Borbón, perdiera sus territorios europeos (Flandes, Borgoña, Milán, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, que pasaron a Austria), coincidiendo desde entonces el territorio de la Monarquía Hispánica con el actual territorio del Estado español, que será dividido en provincias de tipo fiscal. Sí se mantuvo el enorme Imperio colonial americano. Así, es en este momento cuando hay por primera vez una coincidencia de España con un concepto político, con una única administración centralizada. Podemos hablar entonces del surgimiento un Estado español, pero no de una nación española. Felipe V y sus sucesores Borbones absolutistas mantuvieron todavía como formalismo la intitulación como reyes de “Castilla, León, Aragón”, etc., teniendo que esperar al liberalismo del siglo XIX para hablar de “reyes de España” como tal título.

Durante la crisis del Antiguo Régimen y la construcción del estado liberal vamos a asistir a un nuevo proceso de centralización política. En los años de la invasión napoleónica (1808-1814) se llevarán a cabo por un grupo de ilustrados las Juntas provinciales de resistencia al invasor, que darán lugar a una Junta Central que llevará a la apertura de las Cortes de Cádiz en 1810, elegidas mediante sufragio universal masculino por primera vez en la historia de España. Nuevamente, tenemos que el centralismo y el uniformismo francés es el sistema elegido para levantar el nuevo sistema del naciente estado liberal español.

Es entonces cuando aparece la idea de crear una nación española, tanto cultural como políticamente. Deslumbrados por las ideas de la revolución en Francia (territorio de desarrollo histórico-político tan distinto al nuestro, como ya he dicho), se tomó como modelo la nación única e indivisible (un concepto primero jacobino y luego napoleónico, pero con raíces en el anterior absolutismo real) como paradigma universal de nación, sin tener en cuenta otros procesos formativos nacionales federales, como el llevado a cabo en los Estados Unidos de América o en Suiza, más acordes a la tradición federal hispánica.

Tras la muerte de Fernando VII en 1833 y el final definitivo del absolutismo y del Antiguo Régimen, encarnado en la nueva monarquía liberal de Isabel II, se profundizará esta línea uniformizadora con la creación de las 49 provincias existentes hoy en día en el Estado español. Basadas en el modelo administrativo de los departamentos franceses, cada una de las provincias será dirigida mediante régimen común (excepto provincias vascas y Navarra que conservaron sus fueros) por una diputación provincial y un gobernador civil nombrado por el gobierno central de Madrid. Es entonces cuando nacen también la 15 regiones históricas (incluida la leonesa), sin competencias administrativas, sino simplemente como delimitación territorial regional de ámbito cultural, “sobre el papel”.

Se buscó con todo esto la uniformización nacional, copia de la Francia una e indivisible, con una sola ley, una sola bandera (la rojigualda, establecida como bandera oficial del recién creado Reino de España en 1843), un solo idioma (el castellano), un solo gobierno (el de Madrid) y único tipo de administración provincial. En definitiva, se sigue un proceso de centralización política liberal en el que las nacionalidades derivadas de los antiguos reinos históricos irán perdiendo carta de existencia política e identidad territorial, cultural e histórica, sobre todo los de la España interior, como es el caso del País Leonés, momento en el que empieza la confusión histórica con Castilla. Ello explica, por ejemplo, como Zamora y Salamanca, territorios nítidamente leoneses a lo largo de toda su historia, van perdiendo ese carácter nacional leonés y ven favorecidas sus dimensiones provinciales artificiales.

A medida que va surgiendo en España el proceso de industrialización en los territorios de la periferia (principalmente Catalunya y Euskadi), se observa como éstos van ganando peso económico mientras los territorios del interior lo van perdiendo. Esta tendencia, surgida en la gran crisis política, económica y social del siglo XVII, se refuerza durante el XVIII y más aún con la industrialización del XIX. Y todo ello va a contrastar notablemente con el centralismo que se impone desde Madrid contra estos territorios más pujantes económicamente, lo cual muy pronto va a derivar en un descontento de estas naciones por su sometimiento al Estado central, dando origen a sus movimientos nacionalistas.

Así, llegamos hasta el primer default político de un régimen liberal en la historia de España con la caída de la reina Isabel II y su régimen tras la “Gloriosa” revolución de septiembre de 1868, dando comienzo al denominado Sexenio Democrático o Revolucionario (1869-1874).

Tras el breve paso del gobierno provisional de Serrano y del reinado de Amadeo de Saboya (1871-1873), será proclamada la I República española, creándose por primera vez un proyecto de Constitución Federal de la República en 1873. Esta sería la primera vez que se plantease de verdad la cuestión de la plurinacionalidad de España, sin tener aún muy claro cuáles eran las distintas naciones que componían España, tras muchos años de centralismo y de pérdida de identidades. Se planteó crear 17 estados federados, uno de ellos de Castilla la Vieja, en el que el País Leones fue incluido, pese a las protestas por parte de la Diputación provincial de León. El mismo expresidente de la república, Pi i Margall, en su libro “Las Nacionalidades” (1877), reconoció a España como un territorio compuesto de varias naciones, entre las cuales figuraba la leonesa.

No obstante, el proyecto Federal fue detenido por la revolución cantonal en el verano de 1873, y las propias Cortes de la república disueltas por el Golpe de Estado dado en las Cortes por el general Pavía en 1874, dando paso a la Restauración Borbónica, encarnada en Alfonso XII, hijo de la depuesta reina Isabel II. Se mantendría entonces el sistema centralista liberal, con la provincia nuevamente como única unidad territorial, y España como una única nación. Estos intentos se asentaban sobre unas bases endebles resultando interesante la anécdota por clarificadora de como los juristas encargados de escribir la Constitución de 1876 se encontraron con grandes dificultades a la hora de formular el capítulo primero: “Son españoles…”. En efecto, no sabían qué poner en lugar de los puntos suspensivos. Una y otra vez se encallaban a la hora de definir qué es eso de “ser español” y, en consecuencia, quiénes eran españoles y cuántos entrarían a la hora del recuento. Ahí, el entonces presidente del Gobierno, Cánovas, exclamó cáusticamente: “Son españoles los que no pueden ser otra cosa”.

Es precisamente durante el reinado de Alfonso XII (1875-1885) y la regencia de la reina María Cristina (1885-1902) cuando van a ir surgiendo con fuerza tanto el nacionalismo vasco como el catalán, al calor de su desarrollismo económico industrial. Ellos son los primeros que van a poder en cuestión el Estado centralista español y la ausencia de autonomía. Esto va a cristalizar sobre todo durante el reinado de Alfonso XIII (1902-1931), momento en el que el sistema de la Restauración va a entrar en una grave crisis política (demanda de un sistema democrático), económica (mal reparto de la riqueza) y social (movimiento obrero en ebullición y con demandas políticas claras en material laboral y de derechos democráticos). En este periodo se desarrollará la actividad intelectual del llamado grupo de la Generación del 98, que va a insistir en su visión de España como exaltación de lo únicamente castellano.

Tras la caída de la monarquía de Alfonso XIII en las elecciones municipales del 14 de abril de 1931, la llegada de la II república es recibida con muchas esperanzas por las clases populares y las más cultas del país, también en el ámbito territorial, pues se esperaba un reconocimiento a la pluralidad del Estado, sobre todo en cuanto a Catalunya y Euskadi.

Sin embargo, el debate entre centralistas y federalistas, pendiente por todos los grupos demócratas y republicanos desde el siglo XIX, fue zanjado por una solución de compromiso en la nueva Constitución republicana de 1931: la creación del denominado “Estado integral”, que no era otra cosa que una vía intermedia: la nueva España republicana sería un Estado centralizado y no federal, pero se reconocería la autonomía de las diversas nacionalidades y regiones que lo solicitaran.

El nuevo régimen republicano reconoció a todas las nacionalidades y regiones históricas, (incluida la leonesa), colocando un representante de cada una de ellas en el Tribunal de Garantías Constitucionales. En septiembre de 1932, tras muchos debates entre autonomistas y centralistas, entró en vigor el Estatuto de Autonomía de Cataluña, y se avanzó en la creación de nuevos estatutos en Euskadi o Galicia.

Sin embargo, el golpe de Estado militar del 18 de julio de 1936 volvió a cortar de raíz todo el proceso descentralizador. La victoria en la Guerra Civil del general Franco y el establecimiento de su represiva dictadura acabaron con todo intento de pluralismo político y cultural: se volvió a las provincias del liberalismo como única administración política centralizada, y fueron prohibidas todas las manifestaciones culturales y lingüísticas en el Estado que no fuesen la castellana. Con dicha represión total a todo signo de pluralidad se mantuvo la situación hasta la muerte del dictador en noviembre de 1975, dando comienzo entonces a lo que se ha llamado “Transición española a la democracia” (1975-1986), encarnada en la nueva monarquía parlamentaria, en una suerte de “Nueva Restauración” borbónica, consagrada en la actual Constitución de 1978.

La resistencia de las distintas naciones que componían el Estado durante la dictadura llevó a que en la Transición se tuviera que volver a una solución de compromiso con un nuevo “Estado integral”: Estado centralizado, pero que vuelve a conceder autonomía a los territorios, todo ello en función de los intereses del Estado central, como muy bien vemos en el caso leonés.
Con respecto a la cuestión nacional, que es lo que nos interesa ahora, es obvia la contradicción a la que se llega en la Constitución de 1978. En su artículo 2, por un lado, consagran la España uninacional, mencionando expresamente que la Constitución “se fundamenta en la unidad indivisible de la Nación española”, (nótese que habla de “unidad indivisible”, que no “voluntaria”) para caer luego en una contradicción cuando en el mismo artículo afirma “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”. La incoherencia es obvia: ¿existe una nación española y al mismo tiempo unas nacionalidades que la integran? De ahí se llega a la tan debatida cuestión de España como “nación de naciones”, porque no caben muchas más interpretaciones a la incoherencia de dicho texto. Cabría preguntarse entonces cuál es la diferencia entre nación y nacionalidad. Sin embargo, la respuesta es evidente: ambas se tratan de una misma cosa, como muchos estudiosos de la propia Constitución, incluidos algunos ponentes, han tenido que acabar reconociendo. Esto nos llevaría a un reconocimiento implícito de la plurinacionalidad del Estado español, que choca frontalmente con la única nación española que identifican inmediatamente antes.

Sin embargo, la clave de todo esto tiene que ver con una inaudita intervención de las Fuerzas Armadas en la redacción del susodicho artículo 2, que según parece, no iba a hacer referencia a una única nación española, obviando dicha cuestión por la disparidad de opiniones de los ponentes constitucionales. Esta intervención militar en el texto consagró, por un lado, la unidad indivisible de la nación, y por otro, creó una peligrosa trampilla golpista, haciendo referencia expresa en su artículo 8 a las Fuerzas Armadas (cuyo Capitán General es un rey no elegido por los españoles como jefe de Estado en referéndum democrático, por cierto) como garantes de dicha unidad territorial. Todo esto fue reconocido por uno de los constituyentes, Jordi Sole Tura en su libro “Nacionalidades y nacionalismos en España” (1985), dando cuenta de su redacción original y de las tensiones y desencuentros que suscitó desde un principio la incorporación a la misma de la voz “nacionalidades” que muchos diputados de AP y de UCD combatieron con firmeza a través de sus enmiendas, y que finalmente aceptaron para no romper un mínimo consenso constitucional con la izquierda y los grupos catalán y vasco. Pero en cambio, no aceptarían la no inclusión del concepto de nación española indivisible, en una nota que fue enviada ya redactada desde Moncloa, y que configuraba, básicamente, el artículo 2 que figura en la Constitución.

En palabras del diputado del PNV Josu Erkoreka: “Admitir que el artículo en el que se define la base sobre la que se fundamenta la Constitución fue impuesto a los representantes de la voluntad popular por unos “sectores consultados” de naturaleza extraparlamentaria, es algo que cuestiona muy seriamente la legitimidad de la norma fundamental.” (…) “el artículo 2º de la Constitución (el que articula la cuestión nacional en el Estado español) tiene una génesis antidemocrática. Fue concebido por poderes fácticos extraparlamentarios (nadie pone en duda de que eran militares) e impuesto a los representantes legítimos de la voluntad popular, vaya usted a saber bajo qué tipo de amenazas.”

Por otra parte, el famoso artículo 155, que hemos visto aplicado ahora en Catalunya, ni siquiera cita expresamente los cauces a seguir para intervenir una autonomía. Curiosamente, las medidas concretas que se han aplicado este año (intervención total de la Generalitat y de la economía) ni siquiera figuran en el texto. De hecho, son exactamente las mismas que Fraga y Alianza Popular (partido heredero del franquismo) quisieron que figurasen físicamente en el artículo, y que no fueron aceptadas. Sin embargo, vemos ahora como se aplican incluso sin figurar expresamente en el mismo, lo cual nos lleva a la tendencia actual: un modelo político de cierre de las distintas reivindicaciones territoriales de las diversas naciones que componen el Estado español (primero la catalana, de forma ejemplar, y después las que puedan sumarse).

Para finalizar, un último apunte: la nación española es un constructo creado durante los siglos XIX y XX por los poderes fácticos eligiendo las partes del relato histórico que más les convenían. Sin embargo, este relato es hegemónico. Y es más, se justifica con un importante resalto del llamado “presentismo”, es decir, si el Estado-nación español es así actualmente, hay que organizar un relato que haga alargar este modelo en la medida de lo posible hacia el pasado. Este ejemplo lo vemos muy bien en la defensa tan enconada que los actuales próceres del nacionalismo español hacen del régimen del 78. Es decir, el ser español, para el nacionalismo español actual, ha de ir necesariamente acompañado de todas las características de dicho régimen, y solamente hay una forma de ser español: defender la bandera rojigualda borbónica como la única posible, defender la monarquía como única forma de Estado, defender una interpretación inflexible y cerrada de la Constitución (sobre todo en cuanto al tema territorial), defender que en España hay una única nación, y defender la unidad de la misma como un dogma sagrado e inmutable. A eso se ha visto reducido el nacionalismo español en la actualidad.

Asimismo, dicho nacionalismo español se construye, además, en oposición a los llamados “nacionalismos periféricos” (catalán, vasco, gallego, y cualesquiera que vayan surgiendo), estableciendo la falsa premisa de que solamente estos son nacionalistas, mientras el nacionalismo español, hegemónico y con todo un Estado detrás, no es nacionalismo, cuando precisamente por esos motivos es el más fuerte y agresivo. Así, vistas las expectativas actuales, no queda opción sino posicionarse en defensa de las naciones del Estado resistentes contra el poder central. Es también el futuro de los leoneses (de su identidad, su historia, su lengua y su cultura) el que está en riesgo, como hemos visto en 35 años de pertenencia al ente autonómico “Castilla y León”, una trasposición de los elementos integrantes del nacionalismo español centralista, que ha conseguido borrar todo rastro de la identidad leonesa, además de sumirla en una muy grave decadencia económica, política y social. De nosotros depende el cambio que pueda acontecer en el futuro para revertir esta situación.

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